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Nuevos cielos, nueva tierra; la Venida del Hijo

No escribo estas líneas con la intención de manipular los textos bíblicos para sostener una idea personal, o peor doctrinal, sino con el deseo de restablecer la Verdad tal como fue revelada en Cristo.

Durante siglos, muchas palabras de Jesús han sido interpretadas bajo un prisma escatológico que anuncia destrucción y terror, cuando en realidad su mensaje apunta a la Vida, la restauración y la reconciliación.

La tradición eclesiástica, alimentada por influencias externas y por un uso dogmático de la Escritura, convirtió la esperanza en amenaza.

Se enseñó que el Señor vino a anunciar el fin del mundo y la aniquilación del universo, en lugar de ver que lo que Él proclamó fue el fin de una era, la caída de un sistema corrupto, y el amanecer de una nueva creación en el corazón del hombre.

Este trabajo busca mostrar que la interpretación destructiva no corresponde ni al corazón del Padre, ni a la intención original de Jesús, y por consiguiente tampoco a la de los hombres que transmitieron Su Voz. La Escritura, leída en su contexto y en la luz del Espíritu, revela LA Verdad: El Dios-Padre que transforma, que renueva, que reconcilia todas las cosas en su Hijo

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En el judaísmo del tiempo de Jesús, la expectativa no era la desaparición de la creación, sino su restauración. Los profetas habían hablado de cielos nuevos y tierra nueva como imágenes de renovación del pueblo, de la justicia y de la comunión con Dios. La esperanza se centraba en que el Creador intervendría para enderezar lo torcido, no para aniquilar lo que Él mismo había declarado bueno desde el principio.

La Iglesia primitiva heredó esta visión. Los primeros discípulos no anunciaban la destrucción del cosmos, sino la consumación de un plan de Dios que se había inaugurado ya en la resurrección de Cristo.

Sus palabras y cartas están llenas de un lenguaje simbólico y profético que describe el paso de una era a otra, el fin del viejo orden dominado por el pecado y el inicio de la nueva creación en Cristo. No hay rastro en ellos de un mensaje de pánico, sino de transformación presente y futura.

La distorsión llegó después. Bajo la influencia de corrientes helenísticas y del pensamiento dualista, se fue instalando la idea de que la materia era mala y el espíritu lo único digno. Con el tiempo, esta visión penetró en la teología cristiana y se consolidó en la Edad Media, cuando las predicaciones "apocalípticas" comenzaron a pintar un escenario de terror y de fin del mundo material. El anuncio de vida se fue convirtiendo en amenaza de catástrofe, y la esperanza de renovación en miedo a la aniquilación.

En el Antiguo Pacto ya se percibe que la intención de Dios nunca fue aniquilar su creación, sino restaurarla. Los profetas como dije antes, hablaron de cielos nuevos y tierra nueva como imágenes de justicia y renovación, no de desaparición.

La tierra se purifica de las consecuencias de la maldad del ser humano, pero no se elimina. Incluso el relato del diluvio, que a menudo se usa como justificación de una visión destructiva, muestra lo contrario: dice que a Dios le dolió en su corazón ver la corrupción del hombre.

No fue un arrebato ni un castigo ciego, sino un límite extremo para que la violencia no acabara con todo. El diluvio fue un último recurso para salvar el futuro, no un deseo de deshacer el universo.

Si hubiera querido borrar su obra, lo habría hecho en un instante; en cambio, preservó un remanente en Noé y selló con él un pacto de vida. Aquí conviene recordar que sus Sentimientos no son los nuestros, como afirma Isaías: sus Caminos son más altos que nuestros caminos, y sus pensamientos más altos que los nuestros:

No podemos medir su dolor ni su justicia con parámetros humanos. Lo que la Escritura revela es que aun en medio del juicio, el corazón de Amor del Padre permanece inclinado a la vida, y su intención es siempre restaurar lo creado.

El borrar de la faz de la tierra todo lo vivo de su superficie por las aguas fue un horrible tormento para el Corazón del Padre-Creador, que no sé si alcanzaremos a entender en algún momento. Esta acción fue resultado de que El cargue con ese tormento para que no pase a las futuras generaciones humanas.

Lo único que no puede restaurarse es la condición natural del alma humana, porque desde la caída quedó corrompida y es incapaz de entrar en la nueva creación. Por eso el hombre necesita nacer de nuevo, ser regenerado desde lo alto, para poder participar del Reino de Dios.

Jesús lo explicó con la imagen de la cizaña: debe ser arrancada, separada del trigo, en un proceso paulatino. Y añadió que este proceso encontrará su consumación en la última trompeta, (proclamación), cuando en un abrir y cerrar de ojos todo lo corruptible sea absorbido por la incorruptibilidad.

La visión destructiva que más tarde se impuso no nació del judaísmo ni de la Iglesia primitiva, sino de la influencia de corrientes como el platonismocomo vimos antes. Bajo ese prisma, lo creado aparecía como corrupto en sí mismo, y la salvación se entendía como huida del mundo material.

Con el paso de los siglos, esta concepción se consolidó en la teología medieval y en la predicación popular, donde la imagen del “fin del mundo” se volvió literal y aterradora, usada incluso como instrumento de control sobre las conciencias.

Más tarde, los discursos "apocalípticos" de distintas épocas repitieron el mismo error: leer las palabras de Jesús como anuncio de una catástrofe, en lugar de comprenderlas como lenguaje profético sobre el fin de una era y la irrupción del Reino que transforma la creación.

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Los pasajes que vamos a examinar, como tantos en las escrituras, se han usado para sostener el concepto de destrucción "apocalíptica" (recordando primero que "apocalipsis" viene del original  "apocalipto": desvelar, revelar). En este sentido, los pasajes que parecen anunciar destrucción deben leerse como desvelamiento de una nueva realidad, no como anuncio de aniquilación.

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2 Pedro 3:10–13:

Los cielos pasarán con gran estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán descubiertas.

Tradicionalmente, esto se interpretó como un anuncio del fin del universo, un cataclismo donde todo lo creado sería reducido a cenizas. Esa lectura generó miedo durante siglos, pero no corresponde al sentido original del texto.

El verbo griego parerchomai (“pasar”) no significa necesariamente desaparecer, sino atravesar un umbral, dejar atrás una condición para entrar en otra. Y el término stoicheia (“elementos”) no se refiere tanto a los átomos de la materia, sino a las estructuras básicas de un orden antiguo que está siendo desmantelado.

Lo que Pedro anuncia, no es la aniquilación del universo, sino la transformación del orden viejo dominado por el pecado, para dar paso a “cielos nuevos y tierra nueva donde mora la justicia”.

El pasaje de 2 Pedro 3:10–13, tendría que traducirse así;

"El día del Señor vendrá como ladrón. Entonces los cielos dejarán atrás su estado actual con estruendo, y los rudimentos del sistema serán desatados, probados en el fuego y transformados. La tierra y las obras que hay en ella quedarán al descubierto. Ya que todas estas cosas serán así transformadas, ¡cuánto más conviene que viváis en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurando la venida del día de Dios! En ese día los cielos, encendidos, serán desatados, y los rudimentos del viejo orden se verán transformados al calor del fuego. Pero nosotros, conforme a su promesa, esperamos cielos renovados y tierra renovada, en los cuales habita la justicia".

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Apocalipsis 21:1:

Es otro de los textos más usados para sostener la idea de destrucción total:

El texto griego dice: εἶδον οὐρανὸν καινὸν καὶ γῆν καινήν· ὁ γὰρ πρῶτος οὐρανὸς καὶ ἡ πρώτη γῆ ἀπῆλθαν, καὶ ἡ θάλασσα οὐκ ἔστιν ἔτι.

kainós = nuevo en calidad, renovado, transformado. No “neós” (nuevo recién creado). apērchomai = “pasar”, “irse”, “dejar atrás”, no “ser destruido”.“el mar ya no existía”= en la mentalidad bíblica, el mar simboliza el caos y la corrupción (no ausencia literal de océanos).

Con estas precisiones, el pasaje puede leerse así:

"Y vi cielos renovados y una tierra renovada, porque el primer cielo y la primera tierra habían quedado atrás. El caos y la rebelión, ya no tenía lugar".

Esto muestra que Juan no describe una aniquilación, sino una visión profética de la creación purificada y transfigurada, libre del caos

Isaías 65:17:

Hebreo (Biblia Hebraica Stuttgartensia):
 כִּ֣י הִנְנִ֤י בֹורֵא֙ שָׁמַ֣יִם חֲדָשִׁ֔ים וָאָ֖רֶץ חֲדָשָׁ֑ה וְלֹֽא־תִזָּכַ֥רְנָה הָרִֽאשֹׁנֹ֖ות וְלֹ֥א תַעֲלֶ֖ינָה עַל־לֵֽב׃ (Ki hinneni vore shamayim chadashim va’aretz chadashah; velo tizzakarnah harishonot velo ta‘alenah ‘al-lev).

Literal: “Porque he aquí que yo creo cielos nuevos y tierra nueva, y de lo primero no habrá memoria ni vendrá al corazón.

Griego (Septuaginta, LXX):
Ὅτι ἰδοὺ ἐγὼ ποιῶ οὐρανοὺς καινοὺς καὶ γῆν καινήν, καὶ οὐ μὴ μνησθῶσιν τὰ πρῶτα, οὐδὲ μὴ ἀνέλθῃ αὐτὰ ἐπὶ τὴν καρδίαν. (Hoti idou egō poió ouranous kainous kai gēn kainēn, kai ou mē mnēsthōsin ta prōta, oude mē anelthē auta epi tēn kardian).

Literal: “Porque he aquí yo hago cielos renovados y tierra renovada, y lo primero no será recordado ni subirá al corazón.”

Cuando Isaías anuncia que Dios creará “cielos nuevos y tierra nueva”, no está hablando de una aniquilación, sino de una renovación radical. El verbo hebreo bará (crear) indica una obra de Dios que da un nuevo orden, y el adjetivo chadash (nuevo) significa renovado, fresco, restaurado. El profeta aclara que lo primero “no será recordado ni subirá al corazón”: lo viejo queda atrás, pero no porque sea destruido, sino porque ha sido transfigurado.

Juan retoma esa misma visión en Apocalipsis 21:1 usando el griego kainós (renovado en calidad) y no neos (nuevo en tiempo). El cielo y la tierra “pasan”, es decir, dejan atrás su condición anterior, y el mar; símbolo del caos y del mal; ya no tiene lugar. No es el fin del mundo, sino el desvelamiento de una creación purificada y reconciliada en Cristo.

Isaías y Juan, separados por siglos, coinciden en lo mismo: la obra de Dios no es destruir, sino transformar lo que Él declaró bueno desde el principio.

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 Hebreos 1:10–12, otro texto mal usado para sostener la idea de destrucción.

"Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán".

Este pasaje, leído superficialmente, parece anunciar la desaparición del cielo y de la tierra. Pero en realidad cita el Salmo 102:25-27 y su sentido no es aniquilador, sino comparativo: los cielos y la tierra, en su estado actual, son frágiles y cambiantes frente a la permanencia eterna del Hijo.

Los verbos clave son reveladores:

apolountai (“perecerán”) también puede significar acabar, caducar, dejar de estar como estaban.

allagēsontai (“serán mudados”) significa ser transformados, cambiados de forma, como quien cambia una vestidura gastada por otra nueva.

No anuncia la destrucción de la creación, sino que lo compara con una prenda que envejece y debe ser renovada. El punto central no es la aniquilación, sino la superioridad y eternidad del Hijo, en contraste con la transitoriedad de la creación actual. Así, Hebreos no contradice a Isaías ni a Apocalipsis: todos coinciden en la misma esperanza de una creación renovada, no eliminada.

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Cuando Jesús dijo:

El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 24:35),

no anunciaba la desaparición del universo, sino el fin de una era. El verbo parerchomai no significa aniquilar, sino dejar atrás una condición para entrar en otra. En lenguaje profético, “cielo y tierra” puede designar el orden establecido: el templo, la ley, el antiguo pacto. Jesús contrasta lo transitorio de ese sistema con la permanencia eterna de su palabra.

En Lucas 21:6 anunció que del templo no quedaría piedra sobre piedra, lo que se cumplió literalmente en el año 70 con la destrucción de Jerusalén. Y en Marcos 13:30 lo afirmó con claridad:

De cierto os digo que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca”.

Por algo Jesús enmarcó así el cumplimiento en su propio tiempo, no en un futuro lejano.

El lenguaje "apocalíptico" que emplea: el sol oscurecido, las estrellas cayendo; es el mismo que usaron Isaías y otros profetas para describir grandes cambios históricos, no fenómenos astronómicos literales. Con esas imágenes se refería a la caída del viejo orden y al nacimiento del nuevo.

En conjunto, los discursos de Jesús no anuncian un cataclismo, sino la transición de un pacto a otro: el cierre del antiguo orden y la irrupción del Reino de Dios inaugurado en Él.

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La interpretación destructiva no surgió de una lectura fiel, sino de una manipulación progresiva de los textos.

Muchas veces se mutilaron los pasajes, como ocurre con 2 Pedro 3:10, citado sin el versículo 13 que habla de cielos renovados y tierra renovada donde mora la justicia. Otras veces se tradujeron mal las palabras clave: parerchomai se redujo a “desaparecer”, cuando significa dejar atrás; kainós se tradujo como “nuevo” en el sentido de algo creado de la nada, en lugar de “renovado”; stoicheia se interpretó como “átomos” o materia física, cuando Pablo lo usaba para designar los rudimentos del mundo, estructuras espirituales y culturales.

Estas distorsiones lingüísticas dieron pie a una teología del miedo, que olvidó la coherencia interna de la revelación. Porque ¿cómo podría Jesús decir que los mansos heredarán la tierra si la tierra misma iba a ser destruida? ¿Cómo hablar de reconciliación de todas las cosas en Cristo, como enseña Pablo, si lo que espera al universo es la aniquilación?

La manipulación consistió en torcer el lenguaje profético y simbólico para presentarlo como un anuncio literal de catástrofe, oscureciendo así la verdadera intención del Padre: transformar, no destruir.

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La revelación de Dios nunca habló de destrucción absoluta, sino de transformación. Pablo lo expresó con claridad:

Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

El creyente no es borrado ni sustituido, sino renovado en lo profundo de su ser: en Espíritu. Lo mismo ocurre con la creación: Romanos 8 enseña que la creación gime esperando su liberación, no su aniquilación. El Reino no llega para arrasar con la tierra, sino para restaurarla y traerla a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Este proceso es ya presente. En Cristo, lo eterno irrumpe en lo temporal, y lo corruptible comienza a ser absorbido por la incorruptibilidad. El Reino no es un cataclismo por venir, sino una transformación en marcha que se manifestará en plenitud.

Así como la resurrección del Señor fue el inicio de una nueva humanidad en medio de la vieja, también la nueva creación ha comenzado ya, y todo lo visible será finalmente transfigurado por esa misma vida.

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El corazón del Padre no es de aniquilación sino de Vida. Desde el principio declaró que todo lo que había creado era “bueno en gran manera” (Génesis 1);

"y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz, Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado". (Colosenses 1:20-21).

Esa es su intención eterna: restaurar lo que se corrompió, no borrarlo.

El diluvio, tantas veces citado como ejemplo de destrucción, fue en realidad una excepción dolorosa. (ver en el trabajo: Diluvio: la ciencia apoya la Palabra ).

La Escritura dice que a Dios le dolió en su corazón, y lo presenta como un último recurso para que la violencia no devorara todo. Preservó un remanente y selló con él un pacto eterno, prometiendo que nunca más destruiría la tierra de esa manera. Y aquí debemos recordar que sus Sentimientos no son los nuestros: no se trata de pasiones humanas, sino de un sentir divino en el que la justicia y el amor se unen sin contradicción.

Sus juicios, lejos de ser caprichos punitivos, son la afirmación de las consecuencias de nuestros actos. Cuando dijo a Adán que ganaría el pan con el sudor de su frente, no fue una condena arbitraria, sino la descripción de lo que el pecado había traído como realidad. Así es siempre: el Padre no busca aplastar, sino mostrar el camino de regreso a la vida.

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                                       El evangelio del Reino

Jesús no vino a anunciar la destrucción del universo, sino el fin de un orden que había quedado viejo y el comienzo de la nueva creación.

Sus palabras sobre el cielo y la tierra que pasan se cumplieron en la caída del templo y del antiguo pacto, pero permanecen vivas como anuncio eterno de transformación. La “venida del Hijo” no es un cataclismo, sino la revelación continua de su Reino en medio; y en nosotros, hasta que todo sea transfigurado en Él.

El mensaje de la Escritura es claro: la creación no será aniquilada, sino liberada. Los mansos heredarán la tierra porque la tierra misma será renovada. El dolor de Dios en el diluvio muestra que destruir nunca fue su deseo; su pacto de arco en las nubes asegura que su intención es siempre vida.

Lo único que no puede restaurarse es la condición natural del alma caída: necesita nacer de nuevo, ser regenerada desde lo alto, para participar de la nueva creación.

Por eso, el llamado no es a temer el fin del mundo, sino a vivir hoy como hijos de lo Eterno, del Padre Celestial, caminando en la justicia que ya habita en los cielos y la tierra renovados.

La esperanza no es catástrofe, sino comunión: el Padre reconciliando todas las cosas en Cristo, para que Él sea todo en todos.

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                                                       AMÉN 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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